domingo, 7 de diciembre de 2014

Somos plantas


El Protagonista sale al jardín equis décadas después. Lleva
una túnica blanca, una sábana prestada con salpicaduras de
fósil. Del mameluco quedan jirones de vida confundidos
con la piel. No está tan viejo como avejentado. Profundamente
deteriorado y solo, verdaderamente solo, no de esa
soledad esquemática que se fraguaba en El Pasado: solo,
solísimo, solo. Los avances tecnológicos superan cualquier
expectativa. Al Protagonista le restan otros doscientos años
de vida sin sobresaltos. La moda es la desintegración paulatina
del bólido social.

El Protagonista apura los seis escalones que lo separan
del nivel del mar. En otras partes el agua bate récords. La
buena onda expansiva de la explosión está haciendo milagros
en la fertilidad de los desiertos. Marte está cada vez
más cerca, Los Colonos se reparten las tierras sin vergüenza,
para tranquilidad de los humanoides de bien, La
Ultraviolencia garantiza la paz interplanetaria. Por lo demás,
ya nadie registra aquel peripatético fenómeno que
los antiguos intitularon “Capitalismo Tardío”. (...)

El Protagonista corre entre hologramas verdes, suspirando,
sin consuelo... ¿Qué fue de nuestro jardín? ¿Qué
fue del fresno, de las hortensias, del laurel y del nogal?
¿Qué fue del abedul, de las cañas, de las cortaderas?
¿Dónde cuelgan los helechos? ¿Quién se devoró las moras?
¿Y el cerco de aromáticas? ¿Dónde fueron a morir las
mentas? ¿Qué habrá sido de la glicina, del jazmín y de la
colección de cactus...? Ya no hay rastros del círculo de
malvones... ni de los lazos de amor... ni de la rosa china...
¡Qué haremos sin nuestro jardín!

La Serenidad, p 129/131


domingo, 30 de noviembre de 2014

La nouvelle y después


Lectura de La Serenidad por Francisco Bitar para BazarAmericano

Sobre el final de la nouvelle Bonsai de Alejandro Zambra, Julio, protagonista y aspirante a escritor, consigue trabajo como secretario de Gazmuri, autor consagrado. Gazmuri “ha publicado seis o siete novelas que en conjunto forman una serie sobre la historia chilena reciente”. Es un viejo arisco y desafiante: su secretaria anterior dice estar ocupada y su mujer –algo así como una secretaria de repuesto– está cansada de él. Es difícil conversar con Gazmuri, piensa Julio durante su primera entrevista, difícil pero agradable. El viejo lo provoca sin descanso y Julio, en el fondo, parece disfrutarlo. En un momento Gazmuri pregunta: “¿Tú escribes novelas, esas novelas de capítulos cortos, de cuarenta páginas, que están de moda?”. No, Julio no escribe novelas. Julio no ha escrito nada digno de mención. Si el viejo escritor lo pregunta es porque desprecia la literatura que se escribe hoy en día; no le interesa conocer los proyectos de su nuevo ayudante: no le importa otra cosa que dejar sentada su posición.
 Y bien, esa diferencia entre las “novelas que en su conjunto forman una serie” del viejo escritor y “esas novelas de capítulos cortos, de cuarenta páginas” que aparecen como lo nuevo, no es una diferencia ajena a la literatura argentina. Podría decirse que, entre los últimos pesos pesados de nuestra novelística, entre Saer y Aira, la cuestión se dirime entre novelas que forman una serie, por el lado de Saer, y las llamadas “novelitas” por el propio autor, del lado de Aira.
En este mismo orden de cosas, la pregunta por qué cosa es una nouvelle no resulta ociosa, sobre todo cuando, desde Aira en adelante, encontramos una respuesta distinta por cada autor digno de atención. Una nouvelle es una cosa para Federico Falco y otra distinta para Carlos Ríos. Hay un tipo de nouvelle en Segio Gaiteri próxima a la de Falco pero diferente de una novela breve de Hernán Arias. Los poetas devenidos narradores encuentran auxilio en el género: Beatriz Vignoli, Matías Moscardi, Osvaldo Bossi. Iosi Havillo, con La Serenidad, responde a su manera a esta pregunta, y la editorial Entropía, con su nueva colección de nouvelle, actualiza la cuestión.
En términos que a esta altura podríamos llamar clásicos, hay dos maneras de encuadrar el género: la extensión por un lado y su encare dramático por el otro. En cuanto a la extensión, la medida varía de acuerdo a las intenciones editoriales; El viejo y el mar, por ejemplo, aparecería por primera vez como cuento en la revista Lifepero ese mismo año Scribner’s lo publicaría en su colección de novela: un género le cabe mejor a la revista mientras que el otro calza a la perfección con el formato libro, aunque se trate en ambos casos del mismo relato. Así y todo, el lector se deja engañar aunque solamente hasta cierto punto: el mínimo puede ser de 40 páginas, según un irónico Gazmuri, el máximo con suerte excederá las 100, como ocurre con las “novelitas” de Aira. En lo que respecta al encare dramático, la cuestión merece un párrafo aparte.   
Con un género fronterizo como la nouvelle, necesitamos, para adentrarnos en su mecánica, de una aproximación a los dos polos que la sostienen y la tensan: la novela y el cuento. La novela, como todo el mundo sabe, es el relato de una serie de peripecias que juntas tienen por resultado la transformación del personaje central; el cuento, en cambio, consiste en el relato de un conflicto que incide directamente sobre un número también restringido de personajes: una pareja, dos amigos, padre e hijo, etc. En la novela, entonces, el foco estará puesto en la transformación del personaje mientras que en el cuento se hará hincapié en el conflicto que media entre ellos. En uno se trata de a quién le pasó tal o cual cosa, en el otro de qué cosa fue lo que pasó. (Es en esta intención de hacer pie en el conflicto, evitando a toda costa el fárrago psicologista que necesariamente contamina la novela, que, por ejemplo, Claire Keegan prefiere hablar de cuento largo y no de nouvelle al momento de referirse a su extraordinario relato Tres luces). A fin de cuentas, para una definición clásica de nouvelle en un sentido dramático, tampoco tendremos más opción que ajustarnos al medio justo: un número reducido de peripecias ocurridas a un número también restringido de personajes.
Y bien, en La Serenidad Havilio excede ambas medidas: supera por 40 las cien páginas (un exceso que, según Gazmuri, equivale por sí mismo a una nouvelle) y rebasa largamente el número reducido de peripecias que, según el modo clásico, atraviesan los personajes. ¿Por qué entonces los editores de Entropía decidieron incluir a La Serenidad en su colección de nouvelle? Acaso por poner de manifiesto el problema y por proponer, con el libro de Havilio, una manera singular de resolverlo: ofreciendo al lector un modo de lectura que puede acompasarse con el género. Una lectura rápida.
Los indicios de esta lectura no aparecen en el tipo de lenguaje empleado (próximo al barroco) ni en la descripción de situaciones siempre susceptibles a la fuga de la narración: ambos, barroquismo y fuga, son como se sabe dos caras de una misma moneda (aquella que se ha dado en llamar pliegue) y aparecen en las antípodas del modelo clásico de nouvelle. Estos aspectos alimentan en todo caso un tipo de lengua delirante y por momentos alucinatoria que hace juego con uno de los epígrafes del libro, ahí donde se refiere al capítulo mágico del Ulises en que Leopold y Stephen vuelven a casa.   
Las operaciones que habilitan una lectura rápida están en otra parte. Una de ellas hace a la estructura del relato, la otra a la estructura del sintagma. A la manera del Quijote, cada capítulo aparece encabezado por un resumen anticipatorio con el recuento de las acciones destacadas (nunca más de tres) que se ocupa de indicar al lector qué parte de los sucesos deberá retener. Una vez concentrada la atención en estas pocas acciones, se desocupa al lector: la lectura deja de trabajar para volverse flotante. El narrador puede delirar en paz.
Pero este delirio -como el delirio joyceano del Ulises, no el de Finnegan´s- todavía es capaz de encontrar su sintaxis; después de todo, hasta el delirio de John Wilkins puede codificarse. Y de la misma manera que en Wilkins, la sintaxis de La Serenidad tenderá a la enumeración. Constantemente se enumeran objetos (“Un mechón pelirrojo; Media docena de cargadores; Diez pares de guantes de gamuza; Un abridor articulado ‘cabeza de turco’; Tres bics negras”); acciones (“El Protagonista podría ensayar palabras con cenizas, balbucear el lenguaje estúpido de la reconciliación, convertirse en  un ciempiés que todo lo comprende”) y hasta personajes (“El Amante Del Box. El Que No Para Nunca. El Que Deja Entrar A Todos En Su Casa. El Que No Le Teme Al Destino, El Que Cualquiera Se Comería Vivo”). La enumeración, en su desencadenamiento, produce la impresión de que la lectura no cesa de progresar. En este contexto, la misma función cumplen las comas, utilizadas no de manera recursiva, como lo hace la progenie saeriana, sino progresiva, hacia delante.
Cuando le preguntaron por qué, habiendo declarado cierta admiración por los neobarrocos, su prosa aún resultaba transparente, Aira respondió que, siendo sus tramas tan enrevesadas, no podía sino conceder al lector cierto grado de claridad. Dicha claridad, en este libro de Havilio, aparece en estos dos procedimientos que son además los que traccionan la lectura, los que recuerdan al lector.

sábado, 15 de noviembre de 2014

El Filósofo

Justo a tiempo, siempre a tiempo, El Filósofo de Toda Una Generación hace su entrada triunfal. Dice: “Gracias por venir”. Interpreta (mal) la sátira del Anfitrión, despotrica en clave por el grosor de los salames, plantea una encrucijada entre estética y violencia: a la salida de un cine en Nueva York el asesino de la pantalla terminó siendo el asesino en la vida real. Según él, ahí radica el malentendido
madre, La Ética Sublingual de Lo Contemporáneo. Maximiza: “Hay que ponerse en el lugar de la naturaleza al menos una vez al día.” Todo lo demás es lamentable. El silencio, elocuente, ni para las velas queda aliento. El Filósofo De Toda Una Generación se pone a sollozar, sale de escena con el pantalón manchado de crema, locro, ¿o es excremento? Su fama queda increíblemente intacta.Una elipsis incómoda y muy lentamente renace el sonido de las copas detrás de una Pirámide Humana...


AMA

MEMO FER

JAVI BEN NURIA

VICTOR MOSTER GONG

JERO POL CELE MIKA MARCELIN

EGOR MONI MERY ESTER CARO LUIS

CHATO MANCILLA DAN TUMBA STOL CATE

INÉS LENA ZOLNIK AYELÉN VERA NESSIA NATALIE

RITA VASCO MISTI VIC MANDI BULERO ROY RUY SELVA

IVAN JARA GALLE GUILLE SHIRLEY PIP ROMAN CAMILO IFIN



La Serenidad, p 16/17

sábado, 1 de noviembre de 2014

Tercera dimensión


La Serenidad según Anita Gómez (No-Retornable)

“Concentrarse sería una solución, un buen libro, poemas duros, modernos de verdad, una novela posta, inglesa, americana, le gustaría tener entre manos una historia que lo transportase lejos, a un paisaje nevado helador de gargantas, falsa calma en las mañana más desoladora.” Eso mismo que le hubiese gustado a El Protagonista, es lo que le reclamé a la novela. Al menos en los primeros tres capítulos.












jueves, 23 de octubre de 2014

Artefacto


Conversación con Pablo Chacón sobre La Serenidad 
http://www.telam.com.ar/notas/201410/82315-no-hay-peor-escritor-que-un-escritor-inteligente.html

El libro, publicado por la editorial Entropía, a la manera de un artefacto retórico de diversas dimensiones, opera como una onda expansiva después de una detonación, siguiendo las palabras del autor. Havilio publicó, entre otros libros,Open Door y Paraísos.

T : ¿Qué tipo de artefacto retórico es La serenidad? Hay un protagonista pero podría ser el ensayo sobre algún grado cero.
H : La palabra artefacto se me cruzó en el camino cuando empecé a nombrar La Serenidad como un todo, mientras armaba el rompecabezas que tenía entre manos. Es probable que se lo haya tomado prestado a Parra y sus poemas visuales. El asunto es que cuando tuve una primera mirada de conjunto entreví una máquina, explosiva, o mejor, implosiva, eso mismo, un artefacto que implosiona en las manos del Protagonista. Un artefacto lingüístico, por supuesto, que es el modo en que el Yo se materializa... el artefacto estaría compuesto por todo eso que El Protagonista, es, fue y será/quisiera ser, un conjunto amorfo de experiencias sin bordes. La Serenidad es, lenguaje mediante, el desiderátum, vendrá más tarde, o nunca, en todo caso, será posible cuando se despoje de símbolos y metáforas; la serenidad no es un estado de gracia sino la onda expansiva que provoca el estallido, los instantes que siguen a la detonación.

T : El efecto que producen las mayúsculas (Mujeres, Hija, etcétera) es el de cierta impersonalidad. ¿Cuál es tu opinión?
H : Hay algo de arma tu propia aventura en el uso de las mayúsculas. Serían algo así como entidades de identidades múltiples. ¿Impersonalidad? Puede ser, o también, todo lo contrario, hiperpersonalidad. Todos esos nombres, del Protagonista a los Ratones, pasando por Padre, Madre, Bárbara (que es otra categoría, a pesar de sí misma) están subidas a los hombros de los personajes. Los mandan, los adoran y los pisotean, son sus pequeños genios. Es probable, se me ocurre ahora, que esa distancia sobreactuada, al igual que el tono de farsa emperifollada, funcione como una estrategia, la coartada de una autobiografía mal simulada, la manera de despacharme con la historia personal que como en un juego de encastre algún otro podría intercambiar por sus propias piezas.

T : ¿Cómo es una prosa dónde alternan lo real, lo simbólico y lo imaginario, si entendemos a esa trinidad como la entendía Jacques Lacan, que justamente -introduciendo lo real- evitaba toda visión del mundo?
H : Ya no sé cómo Lacan se metió en la escritura de este mundo, pero así fue. Y se coló en la enunciación de las partes, longitudinal y verticalmente, también en un sentido plástico, incluso en el argumento. Es probable que haya sido  leyendo la interpretación de Zizek sobre su teoría, así llegué a la fuente, un texto maravilloso donde Lacan distingue y relaciona con el arte los tres registros de lo psíquico: real, simbólico, Imaginario. Y lo hace dándole un sentido a las palabras que me resultó revelador porque a la vez que traducía el universo, describía el proceso que venía transitando en la exploración. Lo real para el Protagonista es todo eso que es y no es, lo que le está dado y lo que permanece oculto más allá de su realidad... sucede algo similar con el termino ficción que suele reducirse a lo inventado, un facilismo espantoso. A partir de ese texto, llegué al esquema R que desde el vamos pensé como una constelación, una suerte de mapa astrológico del yo, donde está cifrada una historia, su forma y el procedimiento que utiliza para narrarlo. Es un cuadro maravilloso, una invitación al juego. Esos tres registros circulan permanentemente en la escritura, en cualquier escritura, más allá del género o el estilo; La Serenidad hace de eso su trama.

T : Entiendo que La serenidad es una pieza ajena a los protocolos narrativos más convencionales, que por defecto podrían orientar la lectura de tus otras novelas. ¿Esto es así?
H : Entiendo una buena novela, así sea experimental, costumbrista o histórica, como un texto que puede valerse por sí mismo, fundando, si algo así existiese, sus propios protocolos a partir de un entre autor y narrador... Siendo así, una buena novela podría ser una novela malísima. Las lecturas orientadas, como cualquier expresión que venga con brújula incorporada, son tristes y penosas, difíciles de querer. Estamos plagados de ejemplos de este tipo; prefiero el riesgo y la zanja, al gps y la huella. La Serenidad es un poco el resultado de una patinada. 

T :  ¿Qué poéticas de las que leés en la Argentina contemporánea te interesan más, o con cuáles creés tener mayor afinidad?
H : En las afinidades que cuentan, el que escribe es un fusible, un mero espectador. El que trae y lleva. Lo que me interesa y cautiva es el dialogo que se da entre las obras, esos diálogos arbitrarios, desenfadados y urgentes, movimientos centrífugos que van desde adentro hacia afuera. El control de las influencias es exasperante y malintencionado. Ahí está la verdadera pedantería.No hay peor escritor que un escritor inteligente. Claro que puedo reconocer una serie de vinculaciones pero cada vez sospecho más de que se trate de una imposición mía. Las relaciones profundas que se tejan entre una novela y otras obras incluyendo expresiones no artísticas, por supuesto, no están en la superficie ni son inventariables fácilmente. Detectarlas toma tiempo y exige introspección, ahí está la diferencia entre el ojo crítico y el ojo vigilante. Pero ya que nombraba a Parra y sus artefactos y para no esquivar el bulto, durante la escritura de La Serenidad frecuenté y conviví con cierta poesía visual que me interpeló de manera contundente. Pienso en Amalia Boselli, en Milton Laufer, en Arnaldo Antunes y en el propio León Ferrari.

viernes, 26 de septiembre de 2014

Como una obra de arte

La Serenidad (fragmento)

La noche que llevó a Bárbara, la noche que los presentó,
Ella decía que parecían Hombres Importantes, Hombres
de Negocios. Para impresionarlos, les hablaba de sus
viajes, de las giras exclusivas por la Europa Meridional como
dama de compañía de Una Elite Adicta Al Zen. Era la
época en que Bárbara sonaba como diamante en bruto, inmolada
por las dulzuras del exilio. ¡La Década Fantástica!
Manantial de alcoholes y esnifados. Proliferación de máscaras
y refinamiento. ¡Y qué fiestas! Ella que a los quince,
lolita lolita, había viajado por medio mundo, se implantaba
bigotes de espuma de cerveza, les hablaba de Moscú, de
San Petersburgo, de los bailarines de Kiev, que conocía tan
bien, de la balalaika, que imitaba con la punta de la lengua.
El Protagonista tenía miedo de que Los Rusos, en el
patio del piringundín, la embadurnaran enredados en ese
fular de zorrino que les pasaba por las narices y los cuellos.
Bárbara, derroche de suavidad, se sacaba los zapatos y hablaba
por teléfono muy Smart, de los baños de petróleo,
Millions, millions, decía... entregada a las delicias del abuso.
Los Rusos, como leones de mar, hipopótamos de río, gozaban
de la confusión. Fue la noche en que Bárbara se recibió
de Reina acuñando su axioma de cabecera:

¡Quiero Vivir La Vida Como Si Fuera
Una Obra de Arte!

lunes, 8 de septiembre de 2014

Protagónico absoluto


La Serenidad por Juan Maisonnave para Revista Invisibles

La nueva novela de Iosi Havilio marca una ruptura con el estilo narrativo que venía desarrollando y sugiere una apuesta estética hacia un campo fértil no tan transitado en el mapa literario argentino.


En un ensayo que ya tiene sus buenos años, y a partir del cual Fabián Casas acuñó un concepto de factura propia al que de vez en cuando vuelve, el poeta de Boedo decía: “(…) resulta que uno siente que el escritor debe ir siempre en contra de su habilidad. De manera que esos textos que parecen tan redondos y buenos son en realidad falsos amigos. Así que los dejo de lado o los intervengo hasta que escapan a mi control y empiezan a drenar la voz extraña. Entonces los relatos o los poemas me empiezan a dar vergüenza ajena, incertidumbre y todas esas sensaciones con las que es más difícil convivir. Ahí sé que —mas allá de los logros— estoy, como quería Kerouac, en el camino.” 

Sin demasiado esfuerzo, uno puede detectar en esas palabras una crítica velada a cierto conformismo de escritor profesional, sea por el rigor y la presión editorial, sea por las necesidades siempre insatisfechas del ego, o sencillamente ante el horror al vacío que se le abre a todo narrador reconocido cuando no escribe, no publica por un tiempo o no se le conceden entrevistas ni forma parte de mesas redondas: la batalla contra la invisibilidad. Para algunos, lidiar contra eso no es tan fácil, lo que trae aparejado, muchas veces, como si no publicar regularmente causara una abstinencia de la que hay que escapar a cualquier costo, una producción sostenida, por lo general novelística, un fordismo literario que consiste en empezar a repetirse de un libro a otro, a copiarse, a trabajar como cinta de montaje que cada cierto tiempo libera otra historia eficaz, lista para que la reciban sin sorpresas librerías y suplementos culturales. Es cierto que el reproche recae sobre autores muy prolíficos, y suele hacerse la salvedad de que vale la pena seguirlos hasta cierta novela que marca su declinación, la caída en el tedioso terreno de la fórmula y el reciclaje de tonos, ideas o estructuras (Paul Auster, Andrés Rivera).     

Esta pregunta -¿Iosi Havilio se cansó de su fórmula, si es que puede decirse que contaba con alguna?- surge a poco de empezar a leer La serenidad (Entropía, 2014). La ruptura con lo que venía haciendo es llamativa ya desde el uso del lenguaje y la estructura de los capítulos, con pequeños títulos-sinopsis a la usanza de la novela del siglo XVI y XVII, pero sobre todo por la intención y el juego de espejos que conforman las distintas referencias –intertextuales, culturales, filosóficas, políticas, autobiográficas- que recorren las escenas, dándole al conjunto un aire de tratado paródico cuyo punto de partida son los sucesos/aventuras de un personaje destinado a lo que parecería ser un fracaso épico, porteño y muy actual (“¿Y sobre la Década Perdida no piensa decir nada? Pero si no fue una década, sabe su Yo reidor, fueron dos años, tres a los sumo…”). 

Hasta acá, la maquinaria narrativa de Havilio había utilizado ciertos ingredientes de la cultura para servirse de ellos como si fueran desechos orgánicos que nutrían al relato sin asfixiarlo, dándoles un lugar lateral pero presente, incómodo, que cada tanto regresa transfigurado o se confunde con la trama sin explicarse. En Paraísos (Mondadori, 2012) la protagonista encuentra en la basura, y se lo apropia, un tomo de la obra de Albertus Seba que perteneció a Ladislao Holmberg; en un relato incluido en la antología Buenos Aires / Escala 1:1 (Entropía, 2007), un portero tiene obras de Quinquela Martín arrumbadas en su sótano; en Opendoor(Entropía, 2006), el libro hallado es En Argentine, De Buenos Aires au Grand Chaco, de Jule Huret, con dedicatoria para Domingo Cabred. 

El salto que da en La serenidad sorprende, y de nuevo es posible plantear los interrogantes: ¿el escritor, harto de sí mismo y de su prosa, que cosecha buenas críticas y no es precisamente amable ni complaciente, consideró la posibilidad de una provocación que sacuda al lector de su zona de confort? ¿Es ésta la voz extraña dictándole una novela enloquecida, catártica, compuesta de máximas, digresiones, abismada en categorías abstractas y guiños para entendidos?

 Puede ser. Pero la lectura atenta de la nueva obra de Iosi Havilio sugiere también un enrolamiento –una apuesta estética- a un campo fértil aunque no tan transitado del mapa literario argentino: La serenidad es el ejercicio de una prosa poética entendida y ejecutada desde una rabiosa contemporaneidad. Sensualidad y plasticidad en las imágenes, flujo incesante de peripecias y sensación pura, discurso indirecto libre que ni una sola vez baja la calidad de las descripciones (ni cuando se trata de medialunas exhibidas en la vidriera de un bar), y que, al igual que la adjetivación rebuscada y el ritmo vertiginoso, lo apuntalan dentro de la mejor tradición de poemas narrativos, de “El fiord” en adelante. 

La biografía caótica y manoseada del Protagonista –así se lo nombra- comienza con su separación, después de la cual hace un revisionismo sinuoso de su pasado y emprende el viaje inexorable hacia un futuro que lo encontrará “no tan viejo como avejentado”, un futuro tecnológico, de cataclismos y desiertos fertilizados, en el que “La moda es la desintegración paulatina del bólido social”. Sin embargo, esta experimentación formal no sólo no borró ciertas zonas de interés y ciertos vestigios autobiográficos del autor, sino que, camuflado en la piel del Protagonista, aprovechó para moldearlos a su antojo y sembrarlos a lo largo del texto mediante claves generacionales y boutades al paso (“Votaba a peronistas, radicales, al MAS, al MID, a la Ucedé. Al PI de Oscar Alende. Desmedidamente al PI”). Havilio vuelve a escribir sobre el sur de la ciudad, ya presente en Opendoor con esa escena en el puente Avellaneda y un personaje: Boca; reaparecen los piringündines y los rusos del cuento “California”, publicado en la Antología La Joven Guardia por la Editorial Belacqva en 2005 (“La antología de autores contemporáneos,¡destrócenla…!”), donde el escritor ya había despuntado esta vena poética y alucinada; otra vez, la estrella de David (“bordada a mano y con manchas de café”), como la que roban la protagonista y Eloísa en Paraísos, aunque ésta estaba adornada con diamantes. 

 Por otro lado, La serenidad se lee perfectamente sin saber que el título responde a una conferencia que dio Heidegger en 1955 o que el monólogo de Bárbara en el capítulo llamado “El lenguaje estúpido del amor” remeda el de Molly Bloom en el Ulises de Joyce. Lo que tal vez haga más ríspida su lectura, en especial para aquellos no habituados a este tipo de escritura expansiva y por momentos surrealista que alguna vez fue vanguardia (Néstor Sánchez), es que con el transcurrir de las escenas se vuelve un tanto agobiante, y el asombro inicial y la potencia de las frases decaen; el gesto beatnik de enunciar todo en mayúsculas deviene uno de los mayores excesos en esta novela excesiva: con el paso de las páginas el recurso pierde su efecto; el absurdo y el tono de sátira permanente carecen de contrapunto o respiro, y en ese sentido el oportuno monólogo de Bárbara ayuda un poco, cosa que no ocurre con las imágenes insertadas. 

Escribir en contra del lector de Havilio, defraudarlo. A contrapelo de sus expectativas, muchas veces fogoneadas desde la taxonomía impuesta por la crítica hasta el cansancio (autor salido de la nada, en la línea de Busqued y Ronsino, etc.): escribir, entonces, en contra de él mismo, como proponía Casas. Puede objetarse que este movimiento de Iosi Havilio llega luego de haber sido elogiado ampliamente por escritores y suplementos literarios y, encima, desde una editorial de las llamadas independientes, como si les hubiera regalado un lado B, acaso inaceptable para el sello en el cual editó sus dos últimas novelas (Mondadori). Eso no quita que sea un viraje saludable, liberador, quizá bajo la influencia de algunas lecturas recientes o con un material que sólo podía ser trabajado –dicho- de esta manera; quizás, como respuesta posible a una de las tantas máximas contenidas en La serenidad: “Todas las decisiones estéticas le resultan impracticables”. 

jueves, 21 de agosto de 2014

Queso fresco


Al despertar los ojos le devuelven un blanco vivo, poroso, en plan de temblor. 
Un blanco sucio, inmenso. Coral y accidentado. Le va a tomar todo un minuto enterarse de que se trata de un pedazo de queso. Queso fresco de verdad. El embeleso y el desconcierto se apoderan como espuma de cada hemisferio de su cerebro. Aleja la cabeza, va y viene para hacer foco, y detrás del queso, por encima del queso, a través del queso, la cara de La Madre se vuelve nítida de a poco. Es una reconstrucción por capas finas... Esa mujer infinita que lo conoce desde la semilla, con sonrisa esquinada de coneja paciente lleva las manos debajo de la mandíbula y con movimientos lentos que administran el aire le pide calma. Tranqüilo, mueve los labios sin decir verdaderamente. Tranqüiiilo. Le reclama silencio racimando los dedos amontonados en la entrada de la boca para que coma. La Madre estaba de pie, se retiraba.

El Protagonista hizo lo que tenía que hacer. El sabor de ese queso consagrado por el recuerdo y las cracks le causaron un bienestar tan hondo y definitivo que le sucedió eso que sólo pocos experimentan a la luz del día. La bandeja de todos los verdes tenía dos platos iguales color salmón. Uno con el bloque de queso, el otro con las galletitas de agua. La madre lo había dejado solo para que el deleite, en la intimidad, se potenciara. Aunque hacía trampa espiando desde el umbral. Tranqüiiilo, le pedía calma... más calma. ¿Cuánta calma? 


Antes, con la conciencia en veremos, se había desvestido detrás del biombo pasando su ropa mojada de lado a lado. Suspensión de la mirada y en lo alto de la cómoda había visto la urna de cartón forrada de un punzó descolorido que había fabricado para celebrar La Vuelta de la Democracia. El Protagonista votaba dos o tres veces por día, no siempre las mismas boletas, más bien interpretaba voluntades, oraculaba. Un poco también fogoneando un candoroso fraude. Votaba a peronistas, radicales, al mas, al mid, a la ucedé. Al pi de Oscar Alende. Desmedidamente al pi. El recuento lo hizo el sábado previo a las elecciones y coincidió con los guarismos oficiales del día siguiente aunque sus porcentajes fueran mucho más exagerados. 

El queso, tanto queso, lo adormiló. La Madre lo cubrió con la manta a cuadros en la que él había empezado a reptar en tiempos de la lucha desigual, de la indiferencia. La misma, como nueva. A pesar de los vómitos, de los viajes. Todo lo suave que puede ser una colcha. Increíblemente suave. Pero no se durmió, permaneció en una semivigilia. La Madre lo llenó de libros, apuntes, colecciones enteras de revistas con celebridades. Al Protagonista le hubiera gustado agradecer pero ella seguía pidiéndole calma con un movimiento continuo hacia abajo. Calma y silencio. Para que no malgastara sus fuerzas vitales. Tranqüiiilo. Él olvidó las amenazas por un tiempo y habló durante horas de Su Profesor de Literatura sin decir "a".


Fragmento de La Serenidad

viernes, 8 de agosto de 2014

Las ganas de novelar

Aquí el texto que leyó Damián Ríos en la presentación de La Serenidad.

En La serenidad el Protagonista (el nombre del protagonista es El Protagonista); el Protagonista rompe con Bárbara y se apresta a vivir una aventura en viaje. El Protagonista, Bárbara (que es La Reina de la Noche), El Gran Otro, El Filósofo de Toda una Generación, La Hermana Unificada funcionan más como alegorías que como personajes, es decir, como ideas encarnadas que atraviesan y sostienen el relato.
Iosi Havilio publicó Opendoor, su primera novela (o la primera que pudimos leer) en 2006, por Entropía, una editorial local que se especializa desde 2004 precisamente en primeras novelas de autores argentinos de los que, sin mayores precisiones y por falta de un término mejor, en la industria llamamos “jóvenes”: “jóvenes escritores”. Por eso todos estamos atentos al catálogo de Entropía, que cumple esta función de decirnos qué y cómo se está escribiendo ahora, aquí. El catálogo de Entropía descubre y sigue escritores; es decir, es un mapa inestable que mete mano en el incesante ir y venir de inéditos y los convierte en libros, en literatura, y los somete al público lector. Opendoor era, es, una muy buena novela, y nos pasó lo que nos pasa en estos casos a los que por cuestiones personales y profesionales tomamos nota de las novedades: ¿cómo sería una segunda novela de Havilio?, ¿escribiría otra cosa, estaría escribiendo? Siempre vienen estas preguntas. Tenemos no diría miedo, pero sí morbo cuando leemos una “primera novela” de un “joven escritor”: imaginamos las cavilaciones y problemas del que, ahora que publicó, tiene que escribir más, publicar más. Esperamos un poco y en 2010 Mondadori avisó que Havilio seguía haciendo novelas, y publicó Estocolmo. Internacionalización de la edición e internacionalización del asunto de la novela bajo el hilo argumental del exilio. Bien, teníamos segunda novela. ¿Y ahora? En 2012 apareció la luminosa Paraísos, también por Mondadori. En esta tercera novela teníamos además una segunda parte o saga deOpendoor, hermosa, y Havilio nos decía que no sólo seguía escribiendo, progresando, publicando, lineal. Con esta pequeña Comedia humana de personajes recursivos Havilio mostraba que estaba pensando en la novela, en los problemas de la novela, en las posibilidades de la novela. 
La serenidad, su cuarta publicación, está dividida en capítulos cuyos títulos son argumentos, como en las novelas clásicas, como en el Quijote 
Sumados a los nombres alegóricos de los personajes, estos títulos parecen decirlo todo sobre lo que se está leyendo y se va a leer: pura claridad clásica. Entonces, los capítulos se abren en apartados que retoman, deformada, la lógica alegórica. En estricta mayúscula de nombre propio leemos: “Fin de Fiesta”, “El Sur”, “Sucesos argentinos”, “Basta de Imaginar!”, “Historia y Geografía”. Estos subtítulos poco descriptivos puntúan la aventura que El Protagonista se apresta a vivir como misterios. Si los títulos suelen empezar con “De como...”, los subtítulos interrumpen para preguntar: ‘sí, bueno, pero cómo’. Las peripecias del viaje de El Protagonista a veces lo ponen en ridículo, y el ridículo es un importante motor de la anécdota, que Havilio nunca olvida en ninguna de sus novelas. Pero no es menos cierto que aquí la anécdota no es lo único que importa, o mejor, ‘cómo, cómo es posible la aventura, la peripecia, la anécdota, la novela’ es en sí mismo un misterio en La serenidad. 
Prefiero pensar que esta es una novela sobre el arte de novelar, entre otras cosas, pero me interesa sobre todo ese aspecto. Está la mesita de novelar y sobrevienen las ganas de novelar, le gustaba decir a Fogwill: novelar, hacer combinatorias de palabras y situaciones y poner a andar los personajes, crearles un clima.
Y me parece que no invento esta lectura para esta ocasión; me parece que aquella tercera novela, Paraísos, que era la segunda parte de Opendoor decía que la preocupación por el arte de novelar era un insumo de la continuidad de la escritura de Iosi Havilio, sin renunciar a la novela misma. Cuando llegamos a aceptar que las novelas, los poemas, los cuentos y la televisión pueden ser una combinación de experiencia y costumbrismo, Havilio hace uso de su capital simbólico acumulado con un ritmo constante de publicación y nos propone la aventura de imaginar una novela; dice que la novela, bajo el estricto cuidado de las buenas frases, de las sentencias con fuerza de slogan y de las observaciones que le dan un verosímil, también es imaginación y misterio de la escritura. Y para esto vuelve de su periplo internacional a Entropía.
Hay humor y hay unas peripecias, hay un héroe y hay novela de esas en las que todo lo que pasa y vive ocurre dentro de las novelas, sin respetar convenciones que la novela misma no haya impuesto. Es decir que no tenemos nada afuera de la novela que nos distraiga de la novela misma, para eso leemos. El Protagonista rompe con Bárbara y se apresta a vivir una aventura que dura un día y cincuenta años: los tiempos que dura la novela, desde Tolstoi y Joyce.  Como en sus novelas anteriores, pero más programático, con La serenidad Havilio ofrece el resultado de una feliz discusión con los modos de novelar en el presente. Podríamos decir: he aquí la segunda primera novela de Iosi Havilio, publicada por Entropía.

martes, 22 de julio de 2014

Jornada delirante


Reseña de La Serenidad por Martìn Caamaño para Inrockuptiples de Junio 

Después de tres libros más tradicionales, Iosi Havilio se arriesga en La serenidad a construir una nouvelle experimental, que bucea en los rincones de la conciencia de sus personajes reafirmando el rol clave que tiene en la ficción el artificio literario.


El de Havilio es un derrotero curioso. Sin dudas, se trata de uno de los grandes narradores argentinos surgidos en los últimos tiempos, algo que ya quedó claro con Opendoor, su primera novela. Lo que sorprendió de aquella historia narrada por esa estudiante de veterinaria anónima que decide irse a vivir al campo luego de la confusa desaparición de su novia no fue solo la precisión con que estaba escrita ni ese nuevo enfoque sobre una de las dicotomías dominantes de la literatura argentina desde sus inicios –la oposición entre el campo y la ciudad– sino el placer hipnótico de una trama en apariencia sin propósitos ajenos a los de la historia misma; es decir, sin gestos pirotécnicos externos al propio libro. La sorpresa fue entonces la vocación latente por la narración pura, algo que con el correr de los años y de las diferentes publicaciones se transformaría en un sello de autor. Quizás esto fue lo que provocó que nombres como Fabián Casas o Beatriz Sarlo afirmaran entusiastas que Havilio parecía un escritor salido de la nada, revelando cierto desconcierto en el elogio.  Luego de Opendoor, vino un cambio de frente radical con Estocolmo, el relato sobre un chileno gay que regresa a su país escapando de un novio después de pasar más de tres décadas exiliado en la capital sueca. A esa peripecia sobre las diferentes formas que puede adoptar el miedo le siguió Paraísos, la continuación de Opendoor, que sin embargo puede leerse igualmente de forma autónoma. Para ese entonces, Havilio ya había demostrado tener el don para escribir sobre casi cualquier cosa. Cualquier cosa –la descripción de un tumor en la cola de un caballo, de un dedo deforme o del brazo flácido de una diabética; los comportamientos inesperados y al mismo tiempo posibles de los personajes; ciertas palabras, ciertas escenas– que caiga bajo el encantamiento de su pluma parece volverse automáticamente interesante.
Como si la historia (y el tono) que atraviesa al personaje de Opendoor y Paraísos lo obligara a abismarse, a asumir riesgos nuevos cada vez que la deja atrás –de ahí el cambio de registro en Estocolmo–, ahora con La serenidad vuelve a dar un salto desconcertante en su narrativa. Havilio recuerda: “Un día, alguien me dice: ‘te estoy siguiendo la carrera, te convertiste en un escritor establecido’. ‘¡Qué horror!’, pensé. ¿Qué diablos significa eso? ¡Establecido! Un escritor establecido es un escritor muerto”. En este caso, la fuga de lo establecido para Havilio es una novela de sesgo experimental, en la que los personajes son más bien categorías o funciones (se llaman: El Protagonista, La Reina De La Noche, El Gran Otro, El Filósofo De Toda Una Generación, La Madre, El Padre, así, todo en mayúsculas) y cuyo verdadero protagonista no es otro que el lenguaje mismo, al que le saca chispas, produciendo durante la lectura un efecto placentero e inquietante que se asemeja al crepitar de un caramelo Fizz en la boca.
Aunque ciertos rasgos distintivos de su literatura se mantienen –la deriva de los personajes como motor del relato, la búsqueda de la supervivencia en un mundo adverso y enrarecido– La serenidad apunta a otra dirección. Ya desde uno de los epígrafes, pasando por la odisea del personaje principal durante una jornada delirante que a su vez contiene la eternidad del tiempo novelesco, las referencias a Shakespeare (con el espectro del padre Hamlet incluido) y el monólogo de Barbarita sobre el final a la manera de una Molly Bloom del conurbano, convierten a esta en una novela en la cual resuenan constantemente los ecos del Ulises de Joyce“Después de varios intentos fallidos, hace un par de años leí y disfruté enormemente la lectura del Ulises en voz alta, guiado por una frase que Joyce escribe en una carta cuando termina el manuscrito, donde dice temer que alguien se tome una sola línea en serio”, confiesa Havilio.
Por sus temas y ciertos juegos de lenguaje, en La serenidad se puede detectar, además del de Joyce, el influjo de una tradición de escritores locales como Roberto ArltCesar Aira y sobre todo Osvaldo Lamborghini“A los que mencionás podría agregar Gombrowicz,  Sánchez, al Fogwill poeta”, coincide Havilio, aunque aclara que con este libro en realidad se propuso establecer una suerte de diálogo con cierta tendencia vanguardista de la literatura argentina contemporánea. “Lo cierto es que La serenidad es el resultado de haberme sentido interpelado por escrituras del presente, algo así como influencias del futuro. Pienso en Gracias, de Katchadjian, El Tucumanazo, de Castromán, los cuentos de Falco, los textos de Aldana Capellano, el gran Roberto Echavarren, también la danza y el teatro, por ejemplo el Ulises de Ariel Farace.”
Mientras que Opendoor y Paraísos tienen como rasgo común no revelar información acerca del pasado de sus personajes, encadenados al presente elástico de la trama –empezando por la narradora, de la que ni siquiera sabemos el nombre–, en La serenidad –como en Estocolmo, aunque con procedimientos muy diferentes–, el pasado insiste una y otra vez más no sea para demostrar la imposibilidad de su restitución. Es de esta imposibilidad que se nutren los artilugios de la ficción. La historia se pone en movimiento luego de una aparente ruptura amorosa, cuando Bárbara deja a El Protagonista. A partir de entonces asistimos a un vagabundeo errático en dos direcciones: por una ciudad enloquecida aunque perfectamente reconocible, y por los rincones de la conciencia de El Protagonista. Es ahí que se activa la máquina fallada de la memoria: el recuerdo de una fiesta cercana, el regreso a la infancia, el pasado político, la caprichosa herencia legada por El Padre. La serenidad plantea la aventura de las diferentes posibilidades que puede asumir el yo; El protagonista se desdobla en su Yo Pequeño, en El Gran Otro (amante de Barbarita) o hasta incluso en su propia mujer en el instante del acto sexual.
En un momento se lee: “El seso es lo de menos, lo que vale es la conciencia”. Y ese podría ser el lema que rige la novela. Ya desde la primera línea (“El misterio está en La Sonrisa. Ni en la carne ni en los huesos”) queda certificada la supremacía de la conciencia por sobre el cuerpo; una conciencia que solo va a materializarse a través de la escritura. “¿Podés hablar claro, estúpido…?”, le reclama el Hermano Mayor a El Protagonista. Ya es sabido que cuando la que habla es la conciencia se suele dar paso al exabrupto lírico. “Llevar al oficio al paroxismo precisa de práctica, aislamiento, algo de misterio”, reza otro pasaje. Y Havilio bien podría estar hablando de sí mismo como autor. Porque, después de tres novelas, su apuesta con La serenidad parece ser justamente esa, llevar el oficio al paroxismo.

martes, 15 de julio de 2014

Una realidad fantaseada


Lectura de La Serenidad por Alejandro Boverio para Espacio Murena.
Iosi Havilio, autor de Opendoor (Entropía, 2006) y Paraísos (Mondadori, 2012), sorprende con la aparición de La serenidad (Entropía, 2014), una novela lisérgica y alocada que contrasta con su producción anterior. .
El serpenteo de la escritura toma como excusa algunos de los tópicos más gastados de la filosofía del último siglo para exponerlos, en una medida justa, al absurdo que corroe, en la novela, la idea misma de todo concepto, ya desde el título del primer capítulo: “De cómo El Protagonista rompió con Bárbara, se enredó en discusiones ontológicas y fue humillado por la presencia del Gran Otro”. Las mayúsculas que la filosofía supo reservar para conceptos que pretendían abordar una realidad ontológica mayor, aparecen aquí y allá, en solfa, para nombrar no sólo a El Protagonista o al Gran Otro −que al no tener nombres concretos representan una fábula que podría encarnar cada uno de nosotros−, sino también a “El Filósofo de Toda Una Generación”, “Pulgas Africanas”, “La Noche del Gran Cuento” y “El Hotel de las Putas de Siete Pesos”, entre tantos otros.

miércoles, 2 de julio de 2014

Los restos de la civilización


Charla con Silvina Friera alrededor de La Serenidad (Página 12. 16/6/14)




NUEVO LIBRO

“El verdadero protagonista de esta novela es el lenguaje”

La cuarta novela del escritor porteño es un extraño artefacto, tan teatral en sus excesos como barroco en su torrente lingüístico. En esta aventura narrativa, el autor pone en tela de juicio los modos de representación.
 Por Silvina Friera

Las raíces están en el misterio. De la sonrisa inicial al desenlace con el discurso de Heidegger –“la creciente falta de pensamiento reside en un proceso que consume la médula misma del hombre contemporáneo: su huida antes de pensar”– intervenido por la lengua florida del Protagonista, que pronuncia el texto frente a una multitud de ratones. La serenidad (Entropía), la cuarta novela de Iosi Havilio, es un extraño artefacto, tan teatral en sus excesos como barroco en su torrente lingüístico. En esta aventura narrativa que pone en tela de juicio los modos de representación, el escritor no deserta. El puñado de imposibilidades y problemas que despuntaban en sus anteriores novelas, acaso en estado larvario, ahora son llevados al paroxismo. La anécdota dentro de la anécdota, para el héroe de esta ficción, sería su propio suicidio. “La reconstrucción es un anhelo imposible –se afirma hacia el final del libro–. El Protagonista deja la horizontalidad y se abalanza sobre el escritorio para dejar correr lo que queda de tinta: ‘el último soplo de un hábito decadente’. Desmenuza una biografía que nunca existió en el sentido estricto. Y, sin embargo, en el fondo del relato hay tensión, trama y personajes que, al igual que los extras y los decorados, cayeron en el atiborre. Sus frases fueron frívolas y sentimentalistas. Todas las decisiones estéticas le resultan impracticables. Se le ocurre una genialidad: resignar el papel principal y ver.”
“Yo tengo una relación difícil con la palabra personaje, como la palabra trama y estructura”, confirma el escritor a Página/12. “Entiendo que existen, pero en el trabajo de la escritura, cuando esas palabras intervienen, termina notándose. Y el texto se va deshilachando. Uno de los tantos corrimientos que supone La serenidad es pensar qué es eso de un personaje. Y aparece, en mayúsculas, El Protagonista.”

–¿Cuál sería la diferencia entre protagonista y personaje?

–El personaje es una función que puede volverse carne. Y ése es el intento: pensar el personaje como una verdadera entidad, sin distancia.
En Paraísos, tengo un personaje que se llama Eloísa y yo prefiero llamarla siempre Eloísa, no nombrarla como personaje. El Protagonista es el modo en que el narrador se nombra a sí mismo, así se sublima, pateando sus funciones de personaje. Esa es su aventura. Si me apurás, te diría que en ese movimiento cobra vida.
La aventura narrativa se le escapa de las manos al Protagonista en un juego donde es héroe y antihéroe. “Yo pienso La serenidad como una descarga, como una reacción casi orgánica –reflexiona Havilio–. Hay un momento en que El Protagonista se pregunta: ¿y yo qué hago en todo esto? Yo me sumo a esa pregunta en términos literarios. La descarga se volvió un texto y apareció una posible estructura y cronología. Hay un rechazo y a la vez un homenaje a ciertas formas de representación. De hecho cuando vi la palabra ‘fin’ al cierre de la novela, me di cuenta de que debía ir ‘telón’. Yo creo que es un texto que está interpelado e inspirado por expresiones no necesariamente literarias, sino más bien musicales, teatrales, audiovisuales. Es un texto puesto en escena en la distribución, en la inclusión de imágenes. No sé si la palabra es homenaje, pero sí tiene cierto vínculo con la teatralidad. Incluso el uso del adjetivo es claramente teatral y no contemporáneo.”

–Sin embargo, hay ciertas marcas de contemporaneidad, como “los ringtones más tristes de la historia” que aparecen mencionados.

–De tan contemporáneo me sale esto (risas). El Protagonista es un pobre hombre que realmente está atrapado en un círculo de expresiones previsibles. Y le sale esta descarga, este desborde. Yo lo siento como un pedido de auxilio por fuera y por dentro. ¿Qué es esto de escribir?

–¿Y qué es?

–Hay un momento en que empecé a preguntarme por el oficio, eso que para mí era una palabra de viejos, cuando estaba terminando de escribir mi anterior novela, Paraísos. ¿Quién está escribiendo? ¿Yo, el oficio, el narrador? Se produjo un conflicto muy interesante que dio origen a esta reacción. Escribir tendría que ver con acercarse y asomarse al misterio del mundo. Y el oficio puede que atente, que domestique el misterio. Eso me dio cierto pavor. En algún momento escuché que pasé de “escritor joven” a “escritor establecido” en un chasquido. Esa palabra, “escritor establecido”, me llevó a preguntarme por la materia de la escritura. Y el verdadero protagonista de esta novela es el lenguaje.
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lunes, 23 de junio de 2014

Paraísos marginales


Paraísos según Aviones desplumados (Rubén Arribas)

Le había perdido un poco la fe a Iosi Havilio tras Estocolmo,su segunda novela... Sin embargo, su buen hacer en el libro anterior, Open Door, me ha llevado en estos días a jugar el partido de desempate con Paraísos, su tercera y última novela (al menos de las publicadas en España). Por suerte, este autor argentino me ha ganado de calle y me ha dejado expectante para recibir la siguiente.

Paraísos (Caballo de Troya, 2013) es una suerte de microcosmos «armoniosamente desarticulado» donde cerca de una veintena de personajes deambulan por la vida sin saber muy bien hacia dónde van ni por qué en cada momento, sin hacerse grandes preguntas de por qué están aquí o para qué, pese a que casi siempre van de mal en peor. Son esa clase de gente que suele habitar en la marginalidad y que transita de manera algo caótica por la existencia, es decir, lejos de esa lógica ordenada y lineal que la sociedad nos propone como paradigma de la felicidad. 
La voz que nos habla de esas personas es la de una mujer algo insulsa, incapaz de cualquier atisbo de efusividad o dramatismo por terrible que sea lo que le sucede. Se le muere el marido en la primera página de la novela, la echan poco después de la casa donde vive con su hijo, emigra a la ciudad sin apenas ahorros, se ve incapaz de atender apropiadamente a su hijo, un buen día una amiga quiere involucrarla en el robo de unas joyas... Su vida es una sucesión de cosas espantosas, en general una más grande que la anterior; y, sin embargo, esta voz nos lo cuenta todo como si nada fuera con ella, como si encontrara cierta paz interior en ese sentimiento de ajenidad.

Esa suerte de extrañamiento es uno de sus hallazgos de la novela, pues termina generando un efecto inquietante, perturbador. De hecho, el gran protagonista de Paraísos es Simón, el hijo de la narradora, un personaje que apenas habla en las más de 300 páginas que componen la amalgama de extravíos de su madre. Como solo tiene 4 o 5 años, a poco que tengas cierta sensibilidad, te acuerdas tú más de él que su madre, quien parece olvidarlo en momentos cruciales: cuando cambia el cuarto de una pensión por un apartamento mugriento en un edificio tomado, cuando roba en el lugar donde trabaja, cuando se pincha un resto de la morfina que le inyecta a una vecina que tiene un cáncer terminal, cuando se pone de porros o alcohol hasta perder el sentido... Ya digo, con algo de humanidad alcanza para pensar cada pocas páginas: «Pobre pibe, qué va a ser de él».

El otro hallazgo literario es, precisamente, la relación entre madre e hijo, alejada por completo de los estereotipos «madre bohemia», «madre coraje» o «madre-todo-ternura». Esta es una madre que, por alguna difusa e inextricable razón, en vez de aislar a su hijo de los peligros y cuidarlo para que crezca sano y fuerte, lo expone sin querer a casi todos. En teoría, ella querría evitárselos; sin embargo, su caos mental —su falta de herramientas emocionales o intelectuales para enfrentarse con el mundo— es más fuerte y, de un modo u otro, contribuye a aumentar el desastre que parece envolverla. De hecho, impacta lo suyo que la persona que más tiempo pasa con Simón sea Herbert, un chico algo mayor que él, hijo de un narcotraficante que vive en la misma casa tomada y que cada tanto llega magullado porque su padre lo faja.

Pero, bueno, así de infernales son las leyes de estos paraísos marginales (literarios o no). Tal vez sea cierta esa frase de La fuerza del destino, la ópera de Verdi, que Havilio desliza justo en mitad del libro:«La vita è inferno all'infelice». Bien leída, esa sentencia resume qué viene a contarnos esta novela. La Tosca, Eloísa, Mercedes, Herbert, Sonia, Canetti, Benito, Iris, Axel y compañía no dejan de ser una panda de infelices cuyo infierno parece estar escrito de antemano. Y Simón y su madre, en particular, nos dan a entender que, de seguir por ese rumbo, ellos y quienes vengan detrás están predestinados a ser habitantes de paraísos similares.

*
PD. Aquí se puede leer un fragmento de la novela y aquí una entrevista con el autor.


Actualización del 19/06/14: Hay nueva novela de Iosi Havilio; se llama La serenidad y, de momento, solo está publicada —intuyo— en la Argentina. Por aquí, una entrevista con el autor en Página 12; por acá, el blog de Havilio.