martes, 3 de noviembre de 2015

Tragedia de lo efímero


Lectura de Pequeña flor por Shirly Catz
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Una melodía de jazz sin cortes, que se dibuja como la espiral de una flor en la que el final vuelve  a ser el comienzo. Una novela estructurada como un pliegue sobre pliegue de sí misma, y en la que cada frase contiene la totalidad, pero asombrosamente leve, como los mismos pétalos de la flor que compone: livianos y a la vez trágicos. Tragedia de lo efímero, sin dramatismos, sin detenimiento excesivo, sin freno en la narración, sin poder levantar la vista de la lectura, como si, al hacerlo, nos perdiéramos algo de ese mundo que avanza por sí mismo, mientras el autor compone con sutileza una imagen que, rápidamente, cobra existencia independiente y nos observa, desafiante. Repentino extrañamiento ante un universo en el que lo real y lo fantástico están a menos de un paso de distancia, en una indeterminación que no es otra que la de nuestras propias vidas.
Vidas en las que siempre somos otros, confesión que hace explícita el narrador desde el comienzo: un misterioso incendio inicia la historia, obligando al narrador a ser otro que él mismo antes siquiera de que sepamos quién es.  A tal punto se volverá otro, que no se reconocerá a sí mismo, y cometerá un repentino asesinato contra su vecino sin encontrar razones claras para hacerlo. Improvisación, como una música ajena que nos atraviesa, de pronto. Porque acaso no seamos más que eso: intermediarios de una música que nos desborda, mientras el cielo se inunda de fuegos multicolores, “reminiscencias de una guerra lejana y espectacular”.
Otro es José cuando cava la tumba de Guillermo, enterrándose a sí mismo en ese movimiento, despojándose del que había sido antes del incendio -“Cavé con la potencia de dos hombres, embarrándome todo. Conté  treinta y seis paladas. Mi edad en tierra”- pero esta tumba nunca será ocupada,  ya que Guillermo, sorpresivamente, no habrá muerto. Es desde ese momento que lo que parecía ser su mayor destrucción, se transfigurará en el descubrimiento de un poder y en tema central de la novela: la resurrección.
También el amor muere y resurge, amor que para poder vivir, debe permanecer abierto a lo fantástico. Acaso por eso el amor de José con su esposa, dormido, reviva cuando se disfraza de alguien que no es él. O que es él, pero distinto. Su último acto será una prueba audaz, con la esperanza de que, sobre el terreno árido que cultiva, resurja como una flor solitaria. Milagrosa. Si no lo hace, al menos habremos vivido intensamente, y moriremos con una mueca de placer en el rostro, mientras de fondo suena “Petite fleur”.